
El mapa político argentino está viviendo una mutación acelerada. El PRO, nacido como un partido innovador de centroderecha que conquistó la Ciudad de Buenos Aires y luego la Casa Rosada, atraviesa su momento más delicado. Aquel amarillo que durante años simbolizó modernidad, gestión y marca electoral, hoy está cubierto por el violeta libertario, reflejo de un corrimiento ideológico y de poder que ha dejado a Mauricio Macri en un segundo plano.
La alianza, tácita en algunos casos y explícita en otros, con el oficialismo encabezado por Javier Milei ha modificado el ADN del PRO. El macrismo, que alguna vez lideró el espacio opositor con un discurso de orden institucional, inserción internacional y reformas graduales, hoy se debate entre sostener su identidad o diluirla en un proyecto ajeno pero en ascenso. La figura de Macri, que fue el vértice incuestionable de la toma de decisiones, ha perdido el monopolio de la conducción, en parte por estrategia y en parte por el avance de figuras que entienden que el futuro pasa por otro lado.
El antecedente Duhalde: del poder absoluto al retiro forzado
El paralelismo con Eduardo Duhalde surge inevitablemente. El expresidente supo ser el gran ordenador del peronismo durante la transición de principios de siglo, pero el tiempo, las circunstancias y nuevos liderazgos lo empujaron hacia un rol testimonial. En el PRO, la posibilidad de un “duhaldismo amarillo” se comenta en voz baja: un Macri influyente en las sombras pero sin la centralidad ni la capacidad de definir candidaturas como antes.
La historia política argentina es fértil en casos de líderes que no supieron o no pudieron reinventarse ante los cambios de contexto. Y en ese espejo, el macrismo observa con preocupación que el desgaste no se limita a las figuras, sino que alcanza a la estructura y la mística del partido.
La crisis de la casa matriz y el eterno debate por el desdoblamiento
En el plano operativo, el PRO enfrenta la fragilidad de su “casa matriz”. Gobernadores y jefes comunales que llegaron al poder bajo su sello ahora administran en clave local, priorizando acuerdos pragmáticos por sobre la coherencia partidaria. El viejo debate por el desdoblamiento de elecciones —siempre visto como un arma de supervivencia provincial— se mantiene vigente y es fuente de fricciones internas.
Esta falta de cohesión repercute en la estrategia nacional: sin un calendario unificado ni un liderazgo claro, el partido se expone a la dispersión de su capital político.
El centro político: fragmentado y sin liderazgo
Mientras tanto, la llamada “tercera vía” o “espacio moderado” atraviesa una dispersión que erosiona cualquier intento de consolidarse. En el plano internacional, experiencias como la de Ciudadanos en España o el Partido Liberal en Canadá muestran que las fuerzas de centro suelen enfrentar el dilema de perder identidad al pactar con polos ideológicos fuertes. En la Argentina, esa lección se repite: el PRO, al alinearse con el libertarismo, arriesga su diferencial y se vuelve una pieza más de un engranaje ajeno.
La falta de un liderazgo unificado, sumada a las tensiones con los aliados de la Unión Cívica Radical y las fuerzas provinciales, impide que el centro se convierta en un bloque competitivo.
Luces de alarma en la gestión y presión por un relanzamiento
En la Casa Rosada, el clima es de expectativa y cautela. Los indicadores económicos —inflación persistente, caída del consumo, tensiones sociales— ponen a prueba la capacidad del gobierno libertario para sostener su capital político. Esta situación impacta indirectamente en el PRO: su suerte electoral está atada, en buena medida, a la performance del oficialismo con el que se ha mimetizado.
Los estrategas del partido coinciden en que, tras las elecciones, será indispensable un relanzamiento que recupere iniciativa, reposicione liderazgos y redefina el mensaje. Sin embargo, el tiempo apremia: en política, los espacios vacíos rara vez permanecen vacíos por mucho tiempo.